Autor: Paúl Martínez
La luz de la luna hoy más que
nunca arranca mis dudas más profundas. Es medianoche y mis pensamientos me
vuelven indiferente ante esta carretera desierta. Es curioso como alguien puede
pensar tantas cosas al mismo tiempo. Como todo un universo bajo un cielo
infinito, y sin embargo, dentro de una conformación tan irrisoria. Pero hoy no
me sentía así, ni siquiera me sentía en mi. Como si me viera desde fuera y no
me reconociera ni reconociera este auto Chevrolet que me prestó un amigo, ni
reconociera esta carretera por la que he transitado tantas veces desde Lisboa
hasta Sintra. Como si ignorara que vengo desde Lisboa, que voy hacia Sintra,
hacia un destino, hacia un horizonte cualquiera que fuere. No hay nada. Absolutamente
nada.
La luz del luar me acompaña y el
viento azota los cristales de este auto que no es mío. ¿Qué es mio? ¿Acaso no
todas las cosas son prestadas y nosotros, en absoluta ignorancia nos apoderamos
de ellas creyéndonos dueños y hasta protestándolas? Al sujetar el volante de
esta fría máquina no puedo evitar pensar lo ajena que me es, asi como yo me soy
ajeno y tantas cosas que utilicé, que utilizaré casi inconscientemente a lo
largo de mi vida. Ustedes no creerán que soy abusivo, me siento mal, sumamente
mal al tan siquiera atisbar lo ajeno que me es el mundo y cada pertícula que lo
conforma. Y hoy, precisamente hoy, tan pequeño me encuentro bajo esta carretera
que he transitado tantas veces ya que la sola sensación me parte el alma.
Cuántas veces transitamos por tantas carreteras que nos llevan a tantas Lisboas
y a tantas Sintras creyéndonos tan grandes, dueños de mundo. Pero no, todo es
prestado como este Chevrolet que me prestó un amigo.
Me acomodo en el asiento como si
buscase escapar de estas ideas escondiéndome en tan siquiera un poco de
confort. Como si quisiera retroceder el tiempo hasta el momento en el que este
mismo auto me hacía sentir libre, como si el mundo no pudiera alcanzarme y el
viento me elevase hacia un destino prometedor, hacia algo y no hacia nada como
ahora. Esa sensación de libertad tan efímera pero tan plena que ahora me
abandona como yo voy abandonando metro tras metro el espacio que abandona
aquella Lisboa que tanto extrañaré al llegar a Sintra. Pero como decía, hoy
estoy preso, aunque les parezca ridículo, dentro de este auto. Ustedes
seguramente se pondrán cómodos en sus asientos, en sus camas, en sus sofás, en sus bancos, aún en
una piedra en medio del camino y se sentirán libres. Banal y fútilmente libres.
Pero yo estoy en un Chevrolet prestado destruyéndome por dentro sintiéndome
preso de absolutamente todo en medio de absolutamente nada. No puedo evitarlo. Para conducir tengo que
estar encerrado: . Terriblemente
necesario ya que tengo que incluirla a ella para que ella me incluya a mí.
Sacrificio para dominar. Condición previa. El mundo exige condiciones. Vivir
implica cosas y éstas a su vez otras cosas. Absurdo.
¿Y para qué todo esto se
preguntarán ustedes al igual que yo? Sí, yo me lo pregunto cada momento aun más
ahora que inconsciente y hasta mecánicamente conduzco esta máquina que promete,
al parecer, llevarme hacia algún destino. Supongo que ustedes lo hacen, aunque
quizás me equivoque ya que este mundo está plagado de gente que no mide tan
siquiera el tamaño de sus pasos y va por ahí caminando, así como yo voy
conduciendo, hacia ningún lugar, creyendo dominar y conducir sus vidas.
Pensando que hay una meta, un objetivo. Esa gente me revuelve el estómago y en
ocasiones no puedo evitar descubrirme en medio de ellos. Caminando como ellos y
con ellos y hasta ignorando a veces, pero muy a veces (no vayan a pensar mal de
mi) mi camino; creyéndome dueño de mi vida y sabiéndome seguro de mi mismo.
Inmediatamente cuando lo descubro me aparto, me aíslo, camino solo lejos, lejos
de toda esta gente, así como aquel día en el que me sentía terriblemente
asqueado de tanta conformación absurda y mediocre.
Era un día soleado, terriblemente
canicular y la gente salía a pasear por la plaza principal de Lisboa. Yo estaba
allí, comprando la comida para la cena, tranquila, ingenuamente (como dije la
vida exige condiciones), hasta que los vi pasar. Una mujer alta de buen porte y
con ropa de seda azul traída desde el oriente. Sé de telas porque un tío mío
tenía un almacén, donde yo le ayudaba los fines de semana, pero no soy un
conocedor, no se crean. Usaba tacones altos y junto a ella un individuo de baja
estatura que al parecer era el marido. Nada agraciado en verdad en comparación
a la conformación humildemente bella y suave de su compañera, con esos ojos
profundos pero tristes, inexorablemente tristes. La sujetaba fuertemente del
brazo como si fuera a arrancárselo mientras la trataba como estúpida en la
plaza pública. Apenas eso puedo deducir de lo que le gritaba que se oía a
medias pero se miraba en sus facciones de ira. Al parecer el individuo la
mantenía con su dinero y se creía con el privilegio de pasar por encima de ella
a causa de esto. No era fácil escuchar con tanto ruido en la plaza pese a que
ellos se hallaban a no más de dos metros de donde yo estaba. El vendedor estaba
a su vez harto y hasta rojo del cólera de gritarme que sujetase los alimentos,
que tenía más gente que atender, que de una buena vez le pague y me vaya. No
tenía mucha paciencia en verdad pero yo compraba allí porque me agradaba ver
los monumentos que había en el camino e inventar historias. Lo hago siempre.
Pero aun así no le hice caso al
furibundo mercader ya que estaba impávido observando la escena, quizá muy común
en Lisboa y en otras ciudades de una pareja peleando: él creyéndose dueño del
mundo y ella sufriéndolo, sufriendo ese mundo que no le pertenece, que no tiene
lugar para una mujer agraciada vestida con seda azul del oriente porque ya está
hecho, sencillamente porque ya no hay nada que hacer. Él la abofeteó y ella
cayó al suelo. No sé cómo ni en qué momento pero lo siguiente que recuerdo es
que la ayudaba a levantarse aun estupefacto, no sé porqué lo hice. no me
importa la gente y sus problemas, pero en esa ocasión la ayudé. Podrá decir
muchas cosas, que lo hice por lástima, por tal o cual cosa pero no lo sé en
verdad no lo sé.
La cuestión era que el tipo no
estaba solo. Esos tipos que pegan mujeres y que están forrados de dinero nunca
lo están, así que apenas la levanté vi el rostro del hombre enfurecido pero no
como el del señor que me vendía los víveres (quien por cierto ahora se hallaba
estupefacto al ver mi proceder, sosteniendo la funda de víveres como un
perchero inerte), sino que su rostro era frío y cruel. Me encontré paralizado
al observar unos brazos que me sujetaban fuertemente por la espalda y perdí el
aliento al sentir un golpe que caía como ariete en mi estómago. Sentí que me
partía en dos en uno de esos sueños que más bien son pesadillas y que terminan
dejándole a uno agitado y angustiado por su integridad. Pero era real. Nadie
hizo nada. Tampoco tuve tiempo de observar en derredor.
Lo siguiente que recuerdo es que
me hallaba casi andando a gatas y escupiendo sangre hacia la casa de mi amigo,
el único que tenía. No imaginan lo difícil que es encontrar un amigo en estos
días. La gente es muy solapada y a nadie le importa absolutamente nada. Mi
amigo es escritor, quizá por eso valga la pena hablar con él. Me recibió y sin
decir nada me dio algo de comer e inmediatamente me tendió las llaves de su
auto y me señaló con precisión un lugar donde me sentiría bien, se hallaba en
Sintra a unas cuantas horas de Lisboa, no muy lejos. No lo pensé y le hice
caso. Al llegar descubrí que tenía razón: al oeste se veía un hermoso paisaje
que lindaba con el Océano Atlántico. Aquello era abrumador, fuera de lo humano.
Al volver le di las gracias y desde entonces voy hacia allá cuando lo necesito.
Él me presta su auto cuando puede. Hoy es uno de esos días.
Debo estarles cansando con mi
relato pero el abrumador manto negro que cubre mi cabeza en esta medianoche
hace que en medio de esta desolada carretera no pueda evitar pensar en todo
aquello que me pesa como la gente estúpida. Y aunque esté yendo a aquel paraje
siento que todos mis sentimientos se quedan atrás mío en Lisboa, aquella en que
viví sin percibirlo y cada que me alejo me hace falta. Es que uno no puede
evitar extrañar, poner parte de sí en todo, como yo en este auto.
Cambio de velocidad y acelero
progresiva y sistemáticamente como elevándome en un cohete que va cada vez más
rápido, rompiendo el viento y abriendo camino en el horizonte cual bólido, cual
cometa, cual estrella fugaz. Así como fugaces mis pensamientos. Así como fugaz
la vida y los momentos. ¿Y para qué todo esto? me sigo preguntando. Para nada.
Esta agonía del espíritu por nada. Ya casi es como si esta carretera fuera un
sueño y toda mi vida también. Y esta inquietud carece terrible, pero
ineluctablemente, de propósito, de consecuencia, ya que no hay nada. Todo es
por nada.
Al dar la vuelta en medio de
estos campos de sombras, veo a mi derecha una casucha al borde del camino
debajo de la luna que resplandece vigorosa a lo lejos. Es un recinto precario,
menos que modesto y sin embargo, me pongo a pensar que la vida allí, dentro de
esas maderas forradas en moho y humedad, debe ser mucho mejor que la mía. Solo
porque no es mía.
Estarán tan equivocados los que
habitan aquella casucha si al observar por la ventana piensan tan solo un
momento: ¡ese sí que es feliz! Si el niño que me observa a través del cristal
medio roto con los ojos brillando me considera como un sueño, como un hada
real; y si la muchacha que al escuchar el motor desde la cocina que se halla al
piso de abajo me mira cual príncipe que hay en todo en todo corazón de muchacha
e incluso me sigue con la mirada hasta perderme en la siguiente curva... ¡Cuán
equivocados estarán!
Yo no sé bien si soy yo el que al
continuar este camino sin sentido va dejando los recuerdos a su espalda o es el
auto el que los deja, si es el que conduce el auto o si es el auto que conduzco
desconsoladamente. Y así me voy perdiendo en la carretera futura, sumiéndome en
la distancia que alcanzo, acelerando movido por un deseo terrible,
incontrolable, violento y súbito.
Pero aunque avance
indudablemente, mi corazón se quedó atrás, en el camino recorrido, en las
piedras desdeñadas, en la puerta de la casucha, cada metro atravesado. Voy con
el corazón vacío, insatisfecho que resulta ser más humano que yo y más exacto
que la vida. Y en esta carretera vacía a medianoche en un silencio
insoportable, cada vez más cerca de Sintra, cada vez mas lejos de mí, continúo
mi camino.


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