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jueves, 30 de mayo de 2013

Hijos del Tiempo

Autor: Paúl Martínez


Son las 7 am y llego nuevamente tarde a la Universidad. No es la primea vez que ocurre y seguramente tampoco será la última. Comienzo a escribir este texto de manera estrambótica y con letra de pre-kinder en el interior del bus que me lleva a mi centro de estudios. No tuve tiempo de hacerlo en mi casa.
Pensar que siempre nos falta tiempo. Y muchas veces lo pedimos insistentemente a Chronos (dícese del nombre del dios griego del tiempo), con la esperanza de ser escuchados. Tal como diría Bunbury en su buenos tiempos cantando en Héroes del Silencio: “Necesitamos el valioso tiempo, para no saber que cojones hacer con él”.
Otras personas, lo ven como algo afrentoso quizá engendrado por el mismísimo diablo, al injuriarlo más de una vez, luego de llegar tarde a algún lugar –no necesito dar mayor ejemplo que mi persona-. Así que decimos que estamos contra el tiempo; lo cual surja quizá de la idea romántica de que tiempo es como un río y que nosotros, como siempre irreverentes, vamos contra corriente.
Sin embargo, las súplicas no son escuchadas. Los dioses nos abandonan nuevamente y entre imprecaciones y palabras soeces surgen frases curiosas como: estoy contra el tiempo, ando sin tiempo o el ya mencionado me falta tiempo.


¿En realidad nos falta? Así como nos falta el dinero, ¿será algo que podemos gastar o ahorrar? Pues también es común escuchar consejos como ¡no gastes tu tiempo! O el famoso el tiempo es oro que proviene del dicho anglosajón “The time is Money”.
Hay gente que indudablemente vende su tiempo, quizá para escucharte como los psicólogos, o como las y los recepcionistas de las líneas calientes con la diferencia de que quizá éstos últimos resultan más eficaces solucionando problemas. Volviendo al tema, el poder realizar transacciones comerciales con el tiempo implica el acto de agarrarlo, de asirlo con las manos: lo cosificamos para poder poseerlo.
Desde el punto de vista funcionalista, cumple un objetivo dentro del programado aparataje social. Normas, actividades e incluso momentos recreativos y de diversión son encasillados en las inexorables barreras del tiempo, y éste deja de ser una construcción humana, un factor inherente al universo o un personaje poético – literario para ser un elemento más al servicio del sistema piramidal y esquizofrénico que habitamos.
La esquizofrenia actúa mediante la encarnación de algo ilusorio mediante visiones. Se pueden ver personas y objetos que no existen por todas partes llenos de vida e incluso diciéndonos cosas. Los encarnamos. Así como encarnamos el tiempo en ese objeto tantas veces odiado, tirado al suelo y pisoteado por todos, llamado reloj.
El efecto de cosificarlo implica, no solo subestimarlo, sino también rebajarnos nosotros mismos. Tal como lo indica el escritor y filósofo rumano Emil Ciorán en su obra La Caída en el Tiempo (1966):

“El tiempo está de tal manera constituido, que no resiste la insistencia del espíritu en sondearlo. Ante ella su espesor desaparece, su trama se deshilacha y quedan únicamente jirones con los que el analista debe conformarse. Y es que el tiempo no está hecho para ser conocido sino para ser vivido: escudriñarlo, excavarlo, es envilecerlo, es transformarlo en objeto. Quien en ello se empeña acabará por tratar de la misma manera a su propio yo. Todo análisis es una profanación, y es indecente entregarse a él. A medida que, para removerlos, descendemos en nuestros secretos, pasamos de la incomodidad al malestar y del malestar al horror.”

Los filósofos clásicos se revuelcan en su tumba y Stephen Hawking en su silla de ruedas al observar como el tiempo, de una forma poco reflexionada, pasa a formar parte de la vida cotidiana en una sociedad ferozmente globalizante.
Como un intento desesperado por homogenizar, la sociedad coptó un elemento que alguna vez fue posibilidad de libertad y de descubrimiento de nuevos universos para encerrarnos e imponernos fronteras. Contradictoriamente un ente ilimitado pasó a ponernos límites. Tal es el caso del típico todo tiene su tiempo, que genera tiempos para dormir, para trabajar, para jugar fútbol, para ir a las chelas e incluso para el amor.
Como contraposición, los magnates multimillonarios generan un discurso reproducido ya en bastantes sectores y clases sociales, apelando a que si no ordenamos nuestra vida dándonos tiempo para cada cosa, caeremos inevitablemente en una anarquía y absoluto desorden social. Tenemos ahí una concepción comercial del tiempo; misma que, naturalmente, responde a los intereses económicos de los mencionados empresarios.
Está la concepción anárquica del tiempo, que llega incluso a negar su existencia, infiriendo que sin tiempo alcanzaríamos a vivir plenamente haciendo lo que queramos en cualquier momento. Un caso típico lo observamos en los hippies comunes y corrientes que hallamos bajo cualquier árbol disfrutando de los placeres alucinógenos de reírse en la cara del tan vilipendiado Chronos.
La concepción teórico – literaria del tiempo se puede encumbrar por dos caminos: ya sea personificarlo como un ente caótico, tal como se lo realizó en Alicia en el País de las Maravillas, o negando su existencia por completo, como lo haría Borges al sostener que el pasado son solo recuerdos, el presente algo indefinido y el futuro algo incierto.
Dentro de su concepción física el tiempo es “la magnitud física con la que medimos la duración o separación de acontecimientos sujetos a cambio, de los sistemas sujetos a observación”. Explicado de otra forma es “el período que transcurre entre el estado del sistema cuando éste aparentaba un estado X y el instante en el que X registra una variación perceptible para un observador (o aparato de medida)”. Representando un factor indispensable dentro de las complejas fórmulas que pretenden descifrar el funcionamiento y el sentido de todos los fenómenos dentro del universo. Pese a que, curiosamente, la Teoría de la Relatividad de Einstein llega a cuestionar incluso la rigidez del tiempo [véase Teoría de la Relatividad Especial (Einstein, 1905) y Teoría de la Relatividad General (Einstein, 1915)].



Éste tipo de percepción del tiempo (lineal) se volvió, por el hecho de nacer en Europa, en cuasi universal; apartándonos de una concepción más nuestra. Una percepción cíclica del tiempo propuesta por nuestras comunidades andinas, donde las cosas vuelven a suceder una y otra vez en circunstancias diversas, dentro de una cosmovisión y una percepción de la realidad ahora muy complicado concebir para nosotros.
Profundizar cada una de estas formas de entender el tiempo llevaría toda una vida para no llegar a ninguna conclusión, sin embargo, ahora quizá comprendamos que es un elemento del que no podemos apropiarnos.
A momentos me detengo y observo el reloj de la iglesia de la Basílica, con ese estilo neogótico tan frío, imponente e hipnotizante. Y sin embargo lo miro con confianza, como si fuera el guía etéreo de mi vida, de mis actos; como si en él hallara la respuesta de cuál será mi siguiente paso.
Somos hijos del tiempo, caminamos sincronizadamente y con prisa muchas veces hacia ningún lugar bajo las órdenes inexpugnables de los segundos y sin embargo, nos sentimos confiados y seguros. Navegamos por el mundo sin brújula alguna, y nos asimos únicamente a nuestra pequeña embarcación construida en las ignotas fábricas del tiempo.
Éste, sin embargo, forma parte de nuestra vida y probablemente en la vejez nos arrepintamos de haber malgastado nuestro tiempo. Pero no nos pertenece, ni podemos huir de él, y aunque Ciorán defienda la tesis de que somos expulsados del tiempo al perder total sentido de nuestra existencia, de todas formas y para bien o para mal, el tiempo sigue allí. El punto ahora es reivindicar lo humano que hay en él, despojarnos de las cadenas que nos han sido impuestas distorsionándolo; para que vuelva a ser una posibilidad de libertad, un velero infinito.
Junto a mi se sienta un anciano, no sé quien es pero ambos tenemos algo en común: somos presas del tiempo. Una complicidad tácita me hace pensar que quizá no deba llegar tarde mañana a la universidad, poco me importa la verdad, pero inevitablemente se que está allí junto a mi, en esa calidez esquizofrénica que arrastra mis días hacia lo incierto.



Rumbo a Sintra

Adaptación de "Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra" de Fernando Pessoa
Autor: Paúl Martínez


La luz de la luna hoy más que nunca arranca mis dudas más profundas. Es medianoche y mis pensamientos me vuelven indiferente ante esta carretera desierta. Es curioso como alguien puede pensar tantas cosas al mismo tiempo. Como todo un universo bajo un cielo infinito, y sin embargo, dentro de una conformación tan irrisoria. Pero hoy no me sentía así, ni siquiera me sentía en mi. Como si me viera desde fuera y no me reconociera ni reconociera este auto Chevrolet que me prestó un amigo, ni reconociera esta carretera por la que he transitado tantas veces desde Lisboa hasta Sintra. Como si ignorara que vengo desde Lisboa, que voy hacia Sintra, hacia un destino, hacia un horizonte cualquiera que fuere. No hay nada. Absolutamente nada.



La luz del luar me acompaña y el viento azota los cristales de este auto que no es mío. ¿Qué es mio? ¿Acaso no todas las cosas son prestadas y nosotros, en absoluta ignorancia nos apoderamos de ellas creyéndonos dueños y hasta protestándolas? Al sujetar el volante de esta fría máquina no puedo evitar pensar lo ajena que me es, asi como yo me soy ajeno y tantas cosas que utilicé, que utilizaré casi inconscientemente a lo largo de mi vida. Ustedes no creerán que soy abusivo, me siento mal, sumamente mal al tan siquiera atisbar lo ajeno que me es el mundo y cada pertícula que lo conforma. Y hoy, precisamente hoy, tan pequeño me encuentro bajo esta carretera que he transitado tantas veces ya que la sola sensación me parte el alma. Cuántas veces transitamos por tantas carreteras que nos llevan a tantas Lisboas y a tantas Sintras creyéndonos tan grandes, dueños de mundo. Pero no, todo es prestado como este Chevrolet que me prestó un amigo.
Me acomodo en el asiento como si buscase escapar de estas ideas escondiéndome en tan siquiera un poco de confort. Como si quisiera retroceder el tiempo hasta el momento en el que este mismo auto me hacía sentir libre, como si el mundo no pudiera alcanzarme y el viento me elevase hacia un destino prometedor, hacia algo y no hacia nada como ahora. Esa sensación de libertad tan efímera pero tan plena que ahora me abandona como yo voy abandonando metro tras metro el espacio que abandona aquella Lisboa que tanto extrañaré al llegar a Sintra. Pero como decía, hoy estoy preso, aunque les parezca ridículo, dentro de este auto. Ustedes seguramente se pondrán cómodos en sus asientos, en sus  camas, en sus sofás, en sus bancos, aún en una piedra en medio del camino y se sentirán libres. Banal y fútilmente libres. Pero yo estoy en un Chevrolet prestado destruyéndome por dentro sintiéndome preso de absolutamente todo en medio de absolutamente nada.  No puedo evitarlo. Para conducir tengo que estar encerrado: . Terriblemente necesario ya que tengo que incluirla a ella para que ella me incluya a mí. Sacrificio para dominar. Condición previa. El mundo exige condiciones. Vivir implica cosas y éstas a su vez otras cosas. Absurdo.
¿Y para qué todo esto se preguntarán ustedes al igual que yo? Sí, yo me lo pregunto cada momento aun más ahora que inconsciente y hasta mecánicamente conduzco esta máquina que promete, al parecer, llevarme hacia algún destino. Supongo que ustedes lo hacen, aunque quizás me equivoque ya que este mundo está plagado de gente que no mide tan siquiera el tamaño de sus pasos y va por ahí caminando, así como yo voy conduciendo, hacia ningún lugar, creyendo dominar y conducir sus vidas. Pensando que hay una meta, un objetivo. Esa gente me revuelve el estómago y en ocasiones no puedo evitar descubrirme en medio de ellos. Caminando como ellos y con ellos y hasta ignorando a veces, pero muy a veces (no vayan a pensar mal de mi) mi camino; creyéndome dueño de mi vida y sabiéndome seguro de mi mismo. Inmediatamente cuando lo descubro me aparto, me aíslo, camino solo lejos, lejos de toda esta gente, así como aquel día en el que me sentía terriblemente asqueado de tanta conformación absurda y mediocre.
Era un día soleado, terriblemente canicular y la gente salía a pasear por la plaza principal de Lisboa. Yo estaba allí, comprando la comida para la cena, tranquila, ingenuamente (como dije la vida exige condiciones), hasta que los vi pasar. Una mujer alta de buen porte y con ropa de seda azul traída desde el oriente. Sé de telas porque un tío mío tenía un almacén, donde yo le ayudaba los fines de semana, pero no soy un conocedor, no se crean. Usaba tacones altos y junto a ella un individuo de baja estatura que al parecer era el marido. Nada agraciado en verdad en comparación a la conformación humildemente bella y suave de su compañera, con esos ojos profundos pero tristes, inexorablemente tristes. La sujetaba fuertemente del brazo como si fuera a arrancárselo mientras la trataba como estúpida en la plaza pública. Apenas eso puedo deducir de lo que le gritaba que se oía a medias pero se miraba en sus facciones de ira. Al parecer el individuo la mantenía con su dinero y se creía con el privilegio de pasar por encima de ella a causa de esto. No era fácil escuchar con tanto ruido en la plaza pese a que ellos se hallaban a no más de dos metros de donde yo estaba. El vendedor estaba a su vez harto y hasta rojo del cólera de gritarme que sujetase los alimentos, que tenía más gente que atender, que de una buena vez le pague y me vaya. No tenía mucha paciencia en verdad pero yo compraba allí porque me agradaba ver los monumentos que había en el camino e inventar historias. Lo hago siempre.
Pero aun así no le hice caso al furibundo mercader ya que estaba impávido observando la escena, quizá muy común en Lisboa y en otras ciudades de una pareja peleando: él creyéndose dueño del mundo y ella sufriéndolo, sufriendo ese mundo que no le pertenece, que no tiene lugar para una mujer agraciada vestida con seda azul del oriente porque ya está hecho, sencillamente porque ya no hay nada que hacer. Él la abofeteó y ella cayó al suelo. No sé cómo ni en qué momento pero lo siguiente que recuerdo es que la ayudaba a levantarse aun estupefacto, no sé porqué lo hice. no me importa la gente y sus problemas, pero en esa ocasión la ayudé. Podrá decir muchas cosas, que lo hice por lástima, por tal o cual cosa pero no lo sé en verdad no lo sé.
La cuestión era que el tipo no estaba solo. Esos tipos que pegan mujeres y que están forrados de dinero nunca lo están, así que apenas la levanté vi el rostro del hombre enfurecido pero no como el del señor que me vendía los víveres (quien por cierto ahora se hallaba estupefacto al ver mi proceder, sosteniendo la funda de víveres como un perchero inerte), sino que su rostro era frío y cruel. Me encontré paralizado al observar unos brazos que me sujetaban fuertemente por la espalda y perdí el aliento al sentir un golpe que caía como ariete en mi estómago. Sentí que me partía en dos en uno de esos sueños que más bien son pesadillas y que terminan dejándole a uno agitado y angustiado por su integridad. Pero era real. Nadie hizo nada. Tampoco tuve tiempo de observar en derredor.
Lo siguiente que recuerdo es que me hallaba casi andando a gatas y escupiendo sangre hacia la casa de mi amigo, el único que tenía. No imaginan lo difícil que es encontrar un amigo en estos días. La gente es muy solapada y a nadie le importa absolutamente nada. Mi amigo es escritor, quizá por eso valga la pena hablar con él. Me recibió y sin decir nada me dio algo de comer e inmediatamente me tendió las llaves de su auto y me señaló con precisión un lugar donde me sentiría bien, se hallaba en Sintra a unas cuantas horas de Lisboa, no muy lejos. No lo pensé y le hice caso. Al llegar descubrí que tenía razón: al oeste se veía un hermoso paisaje que lindaba con el Océano Atlántico. Aquello era abrumador, fuera de lo humano. Al volver le di las gracias y desde entonces voy hacia allá cuando lo necesito. Él me presta su auto cuando puede. Hoy es uno de esos días.


Debo estarles cansando con mi relato pero el abrumador manto negro que cubre mi cabeza en esta medianoche hace que en medio de esta desolada carretera no pueda evitar pensar en todo aquello que me pesa como la gente estúpida. Y aunque esté yendo a aquel paraje siento que todos mis sentimientos se quedan atrás mío en Lisboa, aquella en que viví sin percibirlo y cada que me alejo me hace falta. Es que uno no puede evitar extrañar, poner parte de sí en todo, como yo en este auto.
Cambio de velocidad y acelero progresiva y sistemáticamente como elevándome en un cohete que va cada vez más rápido, rompiendo el viento y abriendo camino en el horizonte cual bólido, cual cometa, cual estrella fugaz. Así como fugaces mis pensamientos. Así como fugaz la vida y los momentos. ¿Y para qué todo esto? me sigo preguntando. Para nada. Esta agonía del espíritu por nada. Ya casi es como si esta carretera fuera un sueño y toda mi vida también. Y esta inquietud carece terrible, pero ineluctablemente, de propósito, de consecuencia, ya que no hay nada. Todo es por nada.
Al dar la vuelta en medio de estos campos de sombras, veo a mi derecha una casucha al borde del camino debajo de la luna que resplandece vigorosa a lo lejos. Es un recinto precario, menos que modesto y sin embargo, me pongo a pensar que la vida allí, dentro de esas maderas forradas en moho y humedad, debe ser mucho mejor que la mía. Solo porque no es mía.
Estarán tan equivocados los que habitan aquella casucha si al observar por la ventana piensan tan solo un momento: ¡ese sí que es feliz! Si el niño que me observa a través del cristal medio roto con los ojos brillando me considera como un sueño, como un hada real; y si la muchacha que al escuchar el motor desde la cocina que se halla al piso de abajo me mira cual príncipe que hay en todo en todo corazón de muchacha e incluso me sigue con la mirada hasta perderme en la siguiente curva... ¡Cuán equivocados estarán!
Yo no sé bien si soy yo el que al continuar este camino sin sentido va dejando los recuerdos a su espalda o es el auto el que los deja, si es el que conduce el auto o si es el auto que conduzco desconsoladamente. Y así me voy perdiendo en la carretera futura, sumiéndome en la distancia que alcanzo, acelerando movido por un deseo terrible, incontrolable, violento y súbito.


Pero aunque avance indudablemente, mi corazón se quedó atrás, en el camino recorrido, en las piedras desdeñadas, en la puerta de la casucha, cada metro atravesado. Voy con el corazón vacío, insatisfecho que resulta ser más humano que yo y más exacto que la vida. Y en esta carretera vacía a medianoche en un silencio insoportable, cada vez más cerca de Sintra, cada vez mas lejos de mí, continúo mi camino.

Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra

(Fernando Pessoa)
Traducción de César Antonio Molina




Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra,
al luar y al sueño por la carretera desierta,
conduzco a solas, conduzco casi despacio, y un poco
me parece, o me esfuerzo porque un poco me parezca,
que sigo por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo,
que sigo sin que haya Lisboa atrás dejada o Sintra a la que llegar,
que sigo, ¿y que más puede haber en seguir sino no parar, proseguir?

Voy a pasar la noche en Sintra por no poder pasarla en Lisboa,

mas cuando llegue a Sintra me apenará no haberme quedado en Lisboa.
Siempre esta inquietud sin propósito, sin nexo, sin consecuencia,
siempre, siempre, siempre
esta desmedida angustia del espíritu por nada
en la carretera de Sintra o en la carretera del sueño o en la carretera de la vida...

Maleable a mis movimientos subconscientes del volante

galopa por debajo de mí conmigo el automóvil prestado.
Sonrío del símbolo al pensarlo, y al girar a la derecha.
¡Con cuántas cosas prestadas voy yendo por el mundo!
¡Cuántas cosas que me prestaron conduzco como mías!

A la izquierda la casucha -sí, casucha- al borde del camino.

A la derecha el campo abierto, con la luna a lo lejos.
El automóvil, que hasta hace poco parecía darme libertad,
es ahora una cosa en donde estoy encerrado,
que sólo puedo conducir si en ella estoy encerrado,
que sólo domino si me incluyo en ella y ella me incluye a mí.

A la izquierda, ya atrás, la casucha modesta, menos que modesta.

Allí la vida debe ser feliz, sólo porque no es la mía.
Si alguien me vio por la ventana soñará: ese sí que es feliz.
Para el niño que atisbaba detrás de los cristales de la ventana de arriba
tal vez yo haya quedado (con el automóvil prestado) como un sueño, como un hada real.
Para la muchacha que al oír el motor miró por la ventana de la cocina,
desde el piso de abajo,
tal vez yo fuese algo así como el principe que hay en todo corazón de muchacha,
y de reojo pegada al cristal me siguiese hasta la curva en que me perdí.

¿Dejo los sueños a mi espalda, o será el automóvil el que los deja?

¿Yo, conductor del automóvil, o el automóvil prestado que conduzco?

En la carretera de Sintra al luar, en la tristeza ante los campos y la noche,

mientras conduzco el Chevrolet prestado desconsoladamente
me pierdo en la carretera futura, me sumo en la distancia que alcanzo,
y en un deseo terrible, súbito, violento, inconcebible,
acelero...
Pero mi corazón quedó en el montón de piedras del que me desvié al verlo sin verlo,
junto a la puerta de la casucha,
mi corazón vacío,
mi corazón insatisfecho,
mi corazón más humano que yo, más exacto que la vida.

En la carretera de Sintra al filo de la medianoche, al luar, al volante,

en la carretera de Sintra, qué cansancio de la propia imaginación,
en la carretera de Sintra, cada vez más cerca de Sintra,
en la carretera de Sintra, cada vez menos cerca de mí...